Aquella mañana de diciembre de 2008 el sol caía fuerte sobre la Plaza Uruguaya. Los que acudimos al acto de recordación y marcha por el 80 aniversario del Partido Comunista Paraguayo buscábamos como lagartos las sombras de los árboles de la plaza. Entre la muchedumbre de zurdos divisé al viejo militante con sombrero piri.
Levantaba el brazo derecho dando órdenes para ajustar los detalles previos al inicio de la marcha, mientras con el otro brazo sostenía su típico y ajado portafolios. Daba instrucciones con esa voz que no permite debilidades: seco, directo, claro. Sus ojos azules estaban, sin embargo, límpidos, suaves y tiernos, como siempre. Comenzó la marcha y el viejo se colocó en primera línea y avanzó con pasos firmes.
Desde la sombra que me tocó y con él animo debilitado por una de esas pequeñas derrotas que los mortales soportamos en el día, yo miraba a aquel octogenario cuyo cuerpo y alma no se doblegaban en la guerra vitalicia de la vida. Y sentí cierta vergüenza cuando, ingenuamente, me comparé con él.
La última vez que fui devorado por la personalidad de Ananías Maidana fue hace un mes y algunos días. Se presentaba el libro de un amigo en la Sala de Sesiones del Congreso Nacional. Personalmente gestioné para que estuviera en el acto. Pero un amigo de la juventud comunista (creo que fue Fabricio Armella) me dijo que veía difícil que fuera, porque estaba un poco enfermo. Y resulta que el “enfermo”, cuando el grupo Los Corales interpretó una de sus alegres polcas en ocasión de aquella presentación, saltó de su silla y bailó al compás de aquel ritmo. Bailaba fuera de todo protocolo con los pies tan ligeros como los de un adolescente de 15 años. Bailaba y regalaba al auditorio una sonrisa interminable, refrescante.
¿Que favores del Universo hacían posible que un hombre de más de 80 años, con más de 20 años de prisión encima en las mazmorras de la dictadura stronista, con decenas de camaradas asesinados y con incontables frustraciones políticas, siguiera con el alma tan digna y lúcida?
Esta pregunta me aturde cada vez que veo a Ananías. Y me volvió a aturdir esta mañana, cuando en un acto oficial realizado en la sede de la Cancillería Nacional, el Gobierno reconocía sus méritos. Me aturdió cuando lo escuché decir que, si fuera necesario, habia que morir por los ideales de un Paraguay mejor, porque sabía viniendo de él, que no era una simple retórica.
Sé que es un error inpermitible idealizar al ser humano. Sé que contiene feroces demonios capaces de grandes destrucciones. Sé que tenemos miles de recursos para ocultar nuestros defectos y resaltar nuestras cualidades. Pero sé también que algunos, dentro de esta complejidad, pueden superar la muerte con la vida, llevando al extremo sus creencias. Creo que Ananías, como muchos otros y otras, con todas sus contradicciones, es uno de estos.
No necesitamos permiso. Robemos entonces el alma de Ananías para abrazar la vida.
miércoles, 10 de marzo de 2010
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